Estreno 7 de Marzo

Jura y perjura que detesta su propio rostro. En varias entrevistas a lo largo de varios años, idéntica revelación incomprensible. No suele dirigirse a sí mismo porque no soporta la tortura de tener que contemplar su imagen en cámara, la sala de edición o la gran pantalla; una patología, llamada «dismorfofobia», que muchos conocemos bien, pero lo cierto es que muchos no tenemos la cara de Robert Redford. Cuando Oprah le pidió a Janet Fonda, vieja compañera de rodajes y causas políticas, que lo describiera en una palabra, ella no dudó: «Sexy». Podría haber dedicado décadas enteras de su filmografía a explotar esa cualidad a conciencia, pero entonces no habría sido él. Porque quizá haya sólo otra segunda palabra para describirlo: «Reinvención».

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En ‘Un Ladrón con estilo’, la película con la que ha decidido poner punto y final a casi sesenta años de carrera, el resto de personajes no paran de intentar capturar el rayo de su mítico atracador de bancos —Forrest Tucker, un tipo sobre el que, como sucedía en el caso de aquellos dos hombres con un destino, mucho de lo que se cuenta es verdad— en diferentes botellas: retratos robot, recuerdos, descripciones policiales, narraciones extraordinarias, fotos antiguas. Leyendas. En un momento dado, el director David Lowery recurre incluso a escenas de ‘La jauría humana’ (Arthur Penn, 1966) para ilustrar un flashback crucial, pues las hazañas de un artista de la fuga encuentran extrañas simetrías con las progresivas etapas de una estrella consumida por la necesidad de volver periódicamente al punto cero, de escapar de su zona de confort para reencarnarse en otra versión del mismo mito, del mismo Robert Redford.

Entre el abogado papanatas de ‘Descalzos por el parque’ (Gene Sacks, 1967) y el marinero solitario-existencialista de ‘Cuando todo está perdido’ (J.C. Chandor, 2013), pasando por la vena conspiranoica de sus thrillers políticos y el cinismo desencantado de ‘El candidato’ (Michael Ritchie, 1972), entre todos esos avatares del mismo compromiso inquebrantable con la verdad de su oficio encontramos a un actor físicamente incapaz de mentirle a la cámara. Lo que nos daba siempre, con independencia de las credenciales de cada personaje concreto, era tan real como él lo sentía.

Y es algo que se puede aplicar también al hombre que existe detrás de los focos, una de las voces más coherentes y reveladoras de la izquierda norteamericana, ajeno siempre al hedonismo superficial de Hollywood para poder mantenerse pegado a la realidad de su país. Fiel a sus principios, tampoco ha dudado en cargar contra Sundance, su propio festival, cuando ha considerado que se estaba alejando de su esencia independiente. En los últimos años, Redford ha hablado numerosas veces en público contra Donald Trump y las fake news, asegurando que la profesión periodística, a la que homenajeó en ‘Todos los hombres del presidente’ (Alan J. Pakula, 1976), se está erosionando sin remedio. «Ya no sabes dónde está la verdad», lamentó en una entrevista para la BBC. Por suerte, tal como aseguró un editorial de The Guardian, «sí podemos saberlo con Mr. Redford».

Y es una verdad que ha adoptado varias formas, aunque es posible que todas sean avatares de un mismo ideal norteamericano. El forajido, el hombre de las montañas, el caradura carismático, el temerario sin futuro, el mito negligente, el último hombre honesto, el individuo contra un sistema injusto, el activista reconvertido en sombra de su pasado, el millonario sórdido, el galán otoñal, el fantasma de la privacidad ajena, el enigma con un talento natural, el viejo cascarrabias ante la inmensidad de la naturaleza… Y así hasta llegar al protagonista de ‘Un Ladrón con Estilo’, quien de alguna manera es todos ellos y ninguno al mismo tiempo. La naturaleza elusiva de su personaje obsesiona a Casey Affleck, policía recién ingresado en la cuarentena que convierte su búsqueda en algo personal, tanto como a nosotros. Lo único que sabemos a ciencia cierta de él es lo mucho que disfruta con cada uno de sus golpes, lo vivo que se siente ejecutándolos. Todo lo demás son certezas que, nos tememos, quedarán escondidas tras esa sonrisa permanente.

Pero hay una última clave, apuntada un poco antes de que Redford se ponga por última vez un traje caro, se ajuste el sombrero y se acuerde o no de llevar consigo esa pistola que, en cualquier caso, nunca llegará a usar, pues tenemos la sensación de que su personaje está tan en contra de las armas como el tipo que le da vida. Esa clave se nos susurra a ritmo de ‘Blues Run the Game’, melancólico himno de un cantautor, Jackson C. Frank, que ha sido descrito como el gran talento perdido del folk sesentero. Escuchamos su voz mientras Redford monta a caballo por última vez ante nuestros ojos, las sirenas de policía aúllan en la distancia y tanto él como nosotros somos conscientes de la edad de oro que se esfuma a cada nuevo fotograma de ‘The Old Man & the Gun’. El titán se despide en sus propios términos, con una aventura final tan agradable y liviana como autoconsciente de su legado. Encriptadas en cada plano, tan a la vista de todo el mundo como un gesto casual con el pulgar en la nariz, encontramos las claves de una estrella que hizo las películas un poco más grandes simplemente con estar ahí. Puede que él odiase ver su rostro en pantalla, pero al resto del mundo le va a acostar acostumbrarse a su ausencia.