Por Johanna Dagnino.

Javier Barría es un artista de la ciudad, lo refleja perfectamente cada una de sus producciones musicales, las cuales son suficientes como para poder afirmar esto como una verdad. El primer término que viene a la mente para hablar de la música de Barría es flâneur, también conocido como el paseante. Este término surge con la poesía de Baudelaire, diciendo que “la multitud es su elemento… su pasión y su profesión le llevan a hacerse una sola carne con la multitud. Para el perfecto flâneur, para el observador apasionado, es una alegría inmensa establecer su morada en el corazón de la multitud, entre el flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito”. El flâneur es un espectador urbano, empoderado de su propia individualidad. ¿Por qué hablar de poesía cuando pensamos en Javier Barría? La respuesta es simple: porque su música reboza liricidad y porque la ciudad es su elemento.

Aparece entonces Estación Pirque (lanzado en julio del 2016), disco que desde su título plasma el tema de la ausencia, la nostalgia, la destrucción. Jugando a hacer un poco de historia, la antigua Estación Pirque (también conocida como Estación Providencia) se emplazaba cerca de lo que hoy conocemos como Plaza Italia y el Metro Baquedano. Su construcción se finalizó en 1911 y su destrucción se dio entre los años 1942 y 1943 (básicamente por considerar que marcaba una división entre los barrios nuevos y viejos de la ciudad). Este espacio de historia es fundamental para entender la simpleza del disco: donde Barría podría haber llenado de sonidos, prefiere la simpleza y los silencios para marcar este sentimiento de vacío y añoranza. Este álbum no se entiende sin esta pieza del puzle ya que, a través de sus once temas, “nos marca el vuelo de la cicatriz, destrucción de un lugar de memoria”.

Este viaje inicia con “Ya no se llama”, tema que marca una separación con el cómo Barría enfrentaba el discurso amoroso antes, donde el silencio es protagonista y manifiesta: “Ya no se llama deseo, ahora es un punto invisible en el cemento y una ciudad desaparece”. Como buen inicio de cualquier travesía, definitivamente marca la pauta de qué nos vamos a encontrar posteriormente. “Estación Pirque” se ensambla perfectamente con su predecesora, y aparece el sujeto de la ciudad para hablar de las ausencias, para desear “ser origami en vez de habitar el barullo”. Las cuerdas vuelven a sonar con la misma suavidad, y vienen acompañadas del dúo peruano Alejandro y María Laura para presentar “Celoso”, donde el paseante esta vez transita por un “brutal descenso” para pedir “el perdón y el suelo para desandar”: Simplemente las voces se fusionan en un tema que es imposible no entender desde lo visceral.

Con “Instante”, la reflexión sobre el tiempo se mimetiza con este tono sombrío para reventar todo tipo de sentimientos asociados al adiós. Todo se vuelve más oscuro aún con “Campo quemado”, la invitación es a poner las palabras en este panorama cinéreo: “caes en cuenta de tu finitud y te sacas los ojos para no mirar el color que brilla en tu campo quemado”. Para disipar esta niebla, Barría vuelve a poner este silencio manchado como protagonista, aparece “Un país, un solo habitante”, donde el saxo de Franz Mesko termina por darle completitud a la melancolía. “Camino Cintura” es la séptima pieza, el insomnio y la distopía te hacen viajar tal como este mismo camino une los cerros de Valparaíso (haciendo simple algo que parece tan complejo) o de forma tan dolorosa como puede ser el Camino de Cintura de Vicuña Mackenna (que separaba la ciudad propia de los arrabales).

“Mi dulce anomalía” retoma la dulzura marcada por el mismo silencio transversal, esta vez acompañado por un piano que logra atravesar tu pecho y tu estómago. Los tres elementos no se pelean el rol principal: voz, piano y silencio se conjugan para hablar del infierno en el corazón y darle sentido a este espacio: “tanto dura el invierno del corazón, un músculo que hay que continuar”. La siguiente parada tiene un efecto similar, escuchar “Paramaribo” es como meterse en un túnel largo, el sonido del teclado te acompaña en esta sensación por más de tres minutos para preguntarnos: “¿Cómo defendernos ante el sol?”. Salir del túnel es refrescante, caen gotas y aparece “Cajita de agua”, con la infinitamente dulce voz de Natisú, quien logra que este tema se parezca “un poquito al cielo”. La estación final es “Cuerpo marcado”, el paseante se vuelve Ícaro y los sonidos de la viola de Valeska Herrera y los juegos de voces terminan por completar este ciclo de forma perfecta: son los ecos de lugares que se han esfumado y que, de algún modo, seguimos habitando.

El disco entero presenta pasajes que recuerdan lo potente de la mezcla entre lo simple y lo complejo que caracteriza la obra del Flaco Spinetta y, aun así, la música de Javier Barría tiene ese sello personal que lo distingue: la guitarra, la voz cálida, las letras cargadas de poesía, un sonido dulce que se acopla a la perfección en distintas capas para irlas descubriendo con atención. Su último trabajo es simplemente la manifestación de los años de trayectoria que el cantautor nacional trae consigo: una sorpresa que deja claro que calidad y frugalidad pueden ir perfectamente de la mano. Escuchar el disco de inicio a fin es como seguir un viaje por un camino perfectamente trazado, no hay cabos sueltos, todo es parte del tránsito que realizamos por la ausencia.

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