Por Carlos Barahona.
Fotografía por Achraf Issami.
Hablar de una poética del acontecer es pensar el arte —y en particular la palabra— como un espacio en el que la experiencia se vuelve forma, donde lo cotidiano y lo histórico se entrelazan en una coreografía de lo real. El concepto, trabajado desde distintas perspectivas por filósofos y teóricos como Paul Ricoeur, Martin Heidegger y más tarde Gaston Bachelard, parte de la idea de que el lenguaje no sólo describe el mundo, sino que lo hace suceder. La poética del acontecer es, en ese sentido, el lugar donde el discurso se transforma en acción, donde el poema se convierte en un hecho.
Ricoeur sostiene que el relato es “la mediación entre la experiencia vivida y la experiencia contada”, una articulación que confiere sentido al caos del tiempo. Heidegger, antes, había definido la poesía como “la instauración del ser mediante la palabra”, es decir, como un modo de habitar el mundo. En la música contemporánea —y especialmente en el hip hop— esta poética se convierte en un testimonio sonoro del devenir, un modo de resistir y de existir dentro de la historia.
En ese marco, Kendrick Lamar representa uno de los exponentes más lúcidos de esta poética del acontecer: un artista que narra mientras sucede, que convierte su biografía en materia de interpretación social y política. Su obra no observa el mundo desde la distancia; lo atraviesa. Cada disco —de good kid, m.A.A.d city (2012) a Mr. Morale & The Big Steppers (2022)— se despliega como un archivo del presente afroamericano, un espejo donde se reflejan las heridas del barrio, las contradicciones de la fama, la violencia sistémica y la búsqueda espiritual.
Kendrick asume múltiples rostros para hablar desde todos los ángulos posibles del yo. No es casual que se haya presentado bajo diferentes seudónimos o alter egos: K.Dot, su alias inicial de batalla, que encarnaba la crudeza del joven de Compton; Kung Fu Kenny, el guerrero filosófico de DAMN. (2017) que combina la disciplina del combate con la claridad moral; o el más reciente Oklama, nombre que aparece en Mr. Morale & The Big Steppers y en las cartas publicadas en su sitio oklama.com, donde escribe desde un tono casi profético, de introspección y reconciliación. Cada uno de esos nombres no sólo es un disfraz, sino un punto de enunciación distinto: son modos de pensar el yo como una multiplicidad.
Si el acontecer es lo que irrumpe en la historia, Kendrick lo transforma en verso, ritmo y cuerpo. Una poética de lo vivo, donde cada línea es una tentativa de entender qué significa ser negro, hombre, artista y humano en un país que constantemente redefine sus fronteras morales. De ahí su vigencia y su potencia: porque más que cantar sobre el tiempo, Kendrick hace que el tiempo cante con él. Es por eso la expectación de lo que sería su segunda visita a nuestro país, y la primera en solitario – recordemos que la primera vea fue en formato festival, en el Lollapalooza 2018 -, por lo cual la expectación era alta. A eso sumémosle los acompañantes de lujo que tuvo en esta pasada: como local support, el rap incendiario e identitario de Mc Millaray y los trasandinos del momento, Ca7riel y Paco Amoroso, quienes han hecho con su pulcritud y mezcla de estilos, que lo latino esté una vez más en boga, y no desde lo estereotipado, sino que desde la calidad.
En esa línea de voces que narran lo que sucede, la participación de Mc Millaray, artista mapuche que abrió la noche, es un gesto significativo. Su presencia fue un acontecimiento dentro del acontecimiento: una escena donde la poética del acontecer se volvió literal. Ver a Millaray —aquella niña que empezó rimando verdades en su barrio y hoy se alza como una mujer que reclama derechos, defiende a su pueblo y honra a sus ancestros— fue motivo de orgullo para el público local. Su voz, firme y ancestral, resonó como un eco de la tierra y de la memoria, denunciando lo que muchos todavía callan: la violencia histórica, la negación del territorio, el racismo estructural. Su performance no fue solo apertura musical, sino acto político y espiritual, un recordatorio de que el rap, cuando nace desde la raíz, puede ser también una ceremonia.
Y ahí podemos intersectar la propuesta de Kendrick y Millaray, entre Compton y el Wallmapu, entre las heridas afroamericanas y las mapuche, que amplifican la noción misma de la poética del acontecer. Ambos construyen su arte desde la memoria y el territorio, desde la palabra que no busca adornar, sino revelar. Si Lamar hace que el tiempo cante, Millaray hace que la tierra hable. Y en ese encuentro de ritmos, lenguas y genealogías, lo que se escucha no es sólo un concierto, sino una forma de resistencia poética: la historia latiendo, el pasado respirando, el presente encarnándose en sonido.
Si la jornada comenzó con el eco ancestral de Mc Millaray y se proyectó en la monumentalidad simbólica de Kendrick Lamar, el puente entre ambos mundos lo tendieron Catriel Guerreiro y Ulises Guerriero, conocidos en la escena global como Ca7riel y Paco Amoroso. Amigos desde la infancia en los barrios conurbanos de Buenos Aires —esa frontera viva entre el cemento y el deseo—, su historia es la de dos cuerpos que convirtieron la precariedad en energía creadora, el barrio en laboratorio estético. Desde pequeños compartieron una pulsión común: explorar el sonido como territorio de libertad. Primero desde el under porteño, en batallas, bandas de funk, jazz y trap; luego, como dúo inseparable que fundió rap, electrónica, punk y groove hasta forjar una identidad única en el panorama latinoamericano.
Su presentación en el Estadio Monumental no fue la de simples “teloneros”. Fue una correspondencia simbólica, una conversación de igual a igual con la propuesta de Kendrick. No llegaron a abrir un escenario ajeno: llegaron a habitarlo en simetría, como quienes entienden que el arte nacido en el sur global comparte la misma raíz de resistencia, furia y lucidez. En un gesto de curaduría precisa, la presencia de los argentinos no fue antesala, sino espejo: dos artistas que desde la orilla rioplatense han llevado la poética del barrio al lenguaje universal.
Eset fue breve, pero contundente: “Dumbai”, “Baby Gangsta”, “A mí no”, “Impostor”, “Sheesh”, el medley “McFly / Todo el día / Ola Mina XD”, más “#Tetas”, “El día del amigo” y “El único”. Canciones que condensan su arco creativo: del hedonismo callejero a la introspección afectiva, de la ironía digital al lirismo brutalista. “A mí no me hablen de moda, yo vengo de abajo”, gritó Ca7riel en “A mí no”, y el estadio, lejos de tomarlo como slogan, lo escuchó como manifiesto.
En “El día del amigo”, el estribillo se transformó en un pequeño himno de fidelidad, una declaración generacional que excede lo musical: habla de la amistad como trinchera frente a la fragmentación contemporánea, de la creación colectiva como gesto político.
Sobre el escenario, Paco se movía con su cadencia anfibia, mitad crooner, mitad provocador, mientras Ca7riel oficiaba de médium eléctrico entre guitarra, sintetizador y palabra. Juntos construyeron una liturgia del desborde, un ritual del ahora, esa poética del acontecer que se traduce en ritmo, sudor y afecto. En cada tema —especialmente en “Impostor” y “Sheesh”— se percibía la precisión de un show global, pero sin perder el pulso del barrio. La puesta en escena fue austera y efectiva: luces cálidas, un beat seco, y esa entrega sin cálculo que los ha convertido en símbolo de una nueva forma de autenticidad latinoamericana.
Su presencia en esta gira conjunta con Kendrick Lamar fue, más que un gesto de apertura, una afirmación de pertenencia continental. Desde Compton hasta Buenos Aires, desde el flow afroamericano al slang rioplatense, el vínculo entre ambos proyectos no es jerárquico, sino horizontal: la conciencia de que las poéticas del margen —las que surgen de los suburbios, los pasajes, los pasillos, las periferias— pueden resonar a escala planetaria sin traducirse ni diluirse.
Y así llegó el turno de Kendrick. Desde que comenzó la pasada latinoamericana de su gira “Mr. Morale & The Big Steppers Tour”, Lamar ha dejado claro que no se trata de un espectáculo tradicional, sino de una autopsia emocional en movimiento. En México, Brasil, Argentina y anoche en Chile, el rapero angelino reafirmó que está en el punto más teatral y conceptual de su carrera.
La estructura del concierto fue dividida en cuatro actos —que se mantuvo intacta en el Estadio Monumental— funcionó como un relato en ascenso, un tránsito de la grieta interior al renacimiento. Cada bloque se desarrolló en un escenario que incluía magnánimos detalles que entregaban ambiente y corazón: plataformas de acero y escalones industriales, el emular una tienda de esas de sábanas que hacíamos cuando pequeños, el parabrisas de un automóvil en plena conversación sobre el destino y la fortuna, entre otras. Además, entre cada acto aparecían extractos de lo que emulaba un interrogatorio a Kenny sobre su trabajo e implicancia sociopolítica en un contexto norteamericano peligrosamente conservador y reaccionario.
Todo eso acompañado de un cuerpo de baile preciso y simbiótico, que respondía a la métrica de Lamar con coreografías milimétricas, una traducción física de sus frases, de sus silencios, de su respiración.
Acto I – la grieta y el pulso
El inicio con “wacced out murals” abrió una atmósfera de tensión y desahogo; “squabble up” y “N95” confirmaron ese tono confesional. Cuando sonó “King Kunta”, del ya mítico To Pimp a Butterfly, el estadio se agitó; el corte justo antes del verso del “ghostwriter” fue un recordatorio de que el venido del planeta Compton siempre edita su propio mito en escena.
Con “ELEMENT.” y “TV Off (Part 1)”, el show se replegó sobre sí mismo, mientras Kendrick se movía entre los bailarines, iluminado por un foco cenital que cortaba la penumbra.
“Sit down, be humble” —“Siéntate, sé humilde”—, retumbó como advertencia y mantra colectivo.
Acto II – la catarsis
La segunda parte comenzó con el tríptico “euphoria”, “hey now” y “reincarnated”, nuevas piezas que dialogan con los dilemas de Mr. Morale…. Luego la liturgia del repertorio: “HUMBLE.”, “Backseat Freestyle”, “Family Ties” (cover de Baby Keem, estrella en ascenso y primo sanguíneo de Kendrick), “Swimming Pools (Drank)”, y una versión soul de “m.A.A.d city”, ese discazo que puso en la mira de todo el mundo a este muchacho que hoy nos deslumbra a rabiar -que incluyó elementos de “Sweet Love” de Anita Baker.
Cuando irrumpió “Alright”, el estadio se convirtió en un solo coro: “We gon’ be alright” —“Vamos a estar bien”—, se oyó como promesa y desahogo. Cerró el acto con “Man at the Garden”, mientras el cuerpo de baile se disolvía en una coreografía de sombras.
Acto III – la tensión contemporánea
El tercer bloque fue pura energía cinética: “Dodger Blue”, “Peekaboo”, el cover “Like That” (Future & Metro Boomin), “DNA.”, “GOOD CREDIT”, “LOVE.”, y el medley “Count Me Out / Bitch, Don’t Kill My Vibe”, seguido por “Money Trees” y “Poetic Justice”.
Cada gesto, cada salto, cada pausa se sincronizaba con los bailarines y con las luces, que parecían respirar con él.
“I got loyalty, got royalty inside my DNA” —“Tengo lealtad y realeza en mi ADN”—: el público rugió como si la línea hablara de todos.
Acto IV – redención y comunión
Para el desenlace, “Luther”, “TV Off (Part 2)”, “Not Like Us” y “Gloria” cerraron el círculo. El parabrisas de luces se replegó hasta simular una aurora, y Kendrick, de pie en el centro, sonrió ante un público que no aflojaba. “They not like us” —“No son como nosotros”—, gritó, y el reducto de la comuna de Macul explotó al unísono. Lo que nació como un beef infame contra Drake, hoy ya superó ese mero enfrentamiento y es una lírica que se aliena y toma vida propia: es una declaración de principios nacidas desde las entrañas de la calle, esa que, aunque sea Estados Unidos y nosotros Sudamérica, hay intersecciones en común: exclusiones, un sistema exitista y en excesivo consumista, pero que no está al alcance de todos, la periferia global.
Si bien la gira latinoamericana de Mr. Morale… ha sido, en cada parada, un termómetro de intensidad, en Santiago la respuesta rozó lo místico: coros de principio a fin, saltos al unísono y un fervor que el propio K Dot comparó con el de su Compton natal. “Santiago feels like home”, alcanzó a decir al final, antes de desaparecer entre el humo.
El eco de esa frase —“Santiago se siente como casa”— quedó flotando largo rato sobre un estadio aún iluminado. El concierto fue más que una retrospectiva: fue una obra en cuatro movimientos, donde los símbolos, la escenografía industrial y el cuerpo de baile narraron la evolución de un artista que convirtió el trauma en arquitectura escénica. Con precisión quirúrgica, Kendrick reconstruyó su biografía pública en un lenguaje universal, el de la rima y el pulso. Y, en la escala de energía, Santiago respondió como Compton: visceral, colectiva, incandescente. Una poética que acontece, forma, conecta y reforma realidades.
Setlist Catriel y Paco Amoroso:
Dumbai
Baby Gangsta
A mí no
Impostor
Sheesh
McFly / Todo el día / Ola Mina XD (medley)
#Tetas
El día del amigo
El único
Setlist Kendrick Lamar:
Act 1:
Wacced Out Murals (extended intro)
Squabble Up
N95
King Kunta (hasta la línea “ghostwriter”)
ELEMENT. (primeros dos versos)
TV Off (part 1)
Act 2:
Euphoria
Hey Now
Reincarnated (sin segundo verso)
HUMBLE.
Backseat Freestyle (primer verso)
Family Ties (cover de Baby Keem, primer verso)
Swimming Pools (Drank) (primer verso)
m.A.A.d city (nueva versión con elementos de “Sweet Love” de Anita Baker)
Alright
Man at the Garden
Act 3:
Dodger Blue
Peekaboo
Like That (cover de Future & Metro Boomin)
DNA. (parte 1)
Good Credit (cover de Playboi Carti)
LOVE.
Count Me Out / Bitch, Don’t Kill My Vibe (medley)
Money Trees (primer verso y puente)
Poetic Justice (primer verso)
Act 4:
Luther
TV Off (part 2)
Not Like Us
Gloria