5 de septiembre 2025.

Por Carlos Barahona.
Fotografías por Francisco Aguilar A.

Anoche en Sala Metrónomo no hubo solo un concierto: hubo un reencuentro largo después de tanto tiempo, como esas grandes reuniones familiares que se dan para conmemorar una fecha importante, alrededor de una cálida mesa, con comida que acaricia el corazón y bebidas que entibian los pesares, como un abrazo que se sintió más acogedor que nunca. Ver a Tenemos Explosivos llenar el escenario de calle Ernesto Pinto Lagarrigue —en un mismo Santiago que hace un poco más de diez años los veía sudar en lugares de nicho como el mítico y extinto Bar Uno, trinchera histórica del sonido underground de la capital— fue una forma de mirar de golpe el camino recorrido.

La banda creció sin perder filo: cambió la escala, no el pulso. Hoy convive en su público la tribu que los acompañó desde el comienzo, entremezclándose con nuevas caras que llegan desde escenas diversas; se mezclan poleras negras, keffiyehs, pañuelos y sonrisas de quienes descubrieron tarde, pero a tiempo, que aquí la furia también es ternura compartida. Por eso lo de anoche se sintió, sobre todo, con un sabor a reencuentro. La vuelta de Eduardo -frontman del grupo- a vivir en el país cerró un círculo afectivo y artístico: el escenario respiró distinto, la voz volvió a su casa y la casa respondió con un coro ensordecedor. Después de haber pasado por espacios gigantes —como Lollapalooza Chile 2024— y un hiatus producto de la distancia física, la banda eligió volver a mirarnos a los ojos y recordarnos que esta música nació al ras del suelo, cuerpo con cuerpo, como una conversación urgente.

La fecha también pesaba. A días de una nueva conmemoración del inicio de la nefasta dictadura que nos fracturó como país, y de la cual, por más que quieran callar y echarle tierra algunos sectores cómplices y conservadores, sigue la resistencia más presente que nunca. Por lo mismo, las proyecciones y las letras funcionaron como un ejercicio de memoria activa. En tiempos oscuros, cuando la derecha y ultraderecha fascista intentan controlar cada rincón de la vida cotidiana y una izquierda institucional duda y titubea, Tenemos Explosivos puso el cuerpo para decir que recordar es pelear por el presente. Cada frase en la pantalla, cada mensaje escrito en los amplificadores, cada bandera izada, fueron bofetadas lúcidas; cada canción, una forma de no ceder terreno.

Además, un hilo que unió nuestra historia con la herida abierta del mundo: Gaza y Palestina. La bandera en el escenario, las palabras y el silencio que siguió fueron un mismo gesto: la música como lenguaje de resistencia, como promesa de cuidado colectivo. La banda no pidió aplausos; pidió que sigamos juntos. Que la memoria no se oxide, que el miedo no nos ordene, que el ruido sea una forma de comunidad. El set avanzó como una narración encendida, y cada canción abrió con la sentencia que la banda proyectó en la pantalla, como si un coro de ideas guiara el cuerpo de la música.

El concierto comenzó de manera puntual y el set avanzó como una narración encendida, cada canción abrió con sentencias y axiomas que la banda proyectó en la pantalla, que guiaron el cuerpo y pensamiento de la música. Contra todas las revoluciones aparece la institución del yo y el yo de la institución. Esa bofetada inicial golpeó al arrancar “Fuego en la isla de piteas”: guitarras en diagonal, batería en carrera, y el público entendiendo de inmediato que el yo no alcanza cuando el incendio es común. No fue solo una apertura: fue una declaración de método. Lo primero no es solo atacar la institución sino la necesidad que tenemos de ella. “Uroboros” mordió su propia cola y nos dejó dentro del dilema: romper estructuras que también nos han sostenido. La banda tensó y aflojó como si respirara con la sala.

Es diferente hablar sobre los conflictos que hablar desde los conflictos. Entonces llegó “La Viuda de Namir” y la emoción desbordó. Metrónomo bajó un grado y subió la marea: se cantó con los ojos húmedos, con rabia dulce, con ese cuidado que convierte la memoria en cobijo. Ese fraseo terrible que dice “Se parece tanto a ti / No puedo evitar llorar cuando te veo / Sonreír” duele, duele amargamente, pero con esperanza. Fue duelo y abrazo a la vez. La mentira es el negarse a ver lo que uno ve y el negarse a ver cómo uno lo ve. “Agamenon” entró filosa, desmontando la épica y devolviéndonos la responsabilidad de mirar sin excusas. Cada golpe de caja en la batería fue un “mírate”.

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Ser de derecha es un error del razonamiento. “Hombres que cazan lobos con las manos” descargó contra la coraza de la masculinidad. Se escuchó el coro como un juicio: crecer, acá, es desobedecer al macho que aprendimos. Diciendo ‘la vida es como un mercado’ esconden una desigualdad diseñada con intereses de clase. “Cultura de la servidumbre” pateó la puerta del cinismo. El riff reclamó que el arte es trinchera y cuidado, no mercancía. Lo primero no es solo atacar la institución sino la necesidad que tenemos de ella. En “El perro Volodia”, la lealtad tuvo nombre propio. La sala sonrió con los dientes apretados: los afectos sostienen más que cualquier norma. La esperanza en el cambio pacífico y democrático es un mito que busca mantener el orden. Aguacero cayó entero sobre la tibieza; el estribillo nos dejó empapados y despiertos.

Durante los estallidos hay dos minorías: una minoría gubernamental y una minoría de manifestantes. Con “El mejor jugador del fuego” llegó uno de los puntos álgidos de la jornada. La canción encendió una cancha invisible: no hubo héroes, hubo equipo. En cada “fuego” cantado se encendía otra linterna; fue épica de barrio, estrategia mínima para que el rescoldo no se apague. Se sintió la ciudad respirando a compás. La derecha que administra el neoliberalismo tiene sangre en las manos y amnesia en el cerebro. “La libertad absoluta y el terror” recuperó una palabra secuestrada y la volvió plural: la libertad de uno no vale si al lado quedan cadenas.

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La mentira es el negarse a ver lo que uno ve y el negarse a ver cómo uno lo ve. Cuerpo al aire aflojó los hombros: vulnerabilidad sin vergüenza, un respiro que nos preparó para volver a empujar. Ambas minorías se enfrentan ante una mayoría de espectadores. “Rey de Creta” señaló y miró de frente la neutralidad política; la sala, interpelada, decidió darlo todo en la cancha.

Es diferente hablar sobre los conflictos que hablar desde los conflictos. “Cueca sola” fue silencio compartido y luego coro; memoria que no se negocia, duelo que camina acompañado. Lo primero no es solo atacar la institución sino la necesidad que tenemos de ella. Por su parte “San Borja” trajo sirenas y pasillos del centro; postales de organización mínima, esa que salva. Una vez más la lírica nos rasgó el corazón: Y es el sol / se recoge como el mar / frente al horror. Diciendo ‘la vida es como un mercado’ esconden una desigualdad diseñada con intereses de clase. “Joan desteje de noche” fue relato de precariedad y deseo: la contabilidad de las vidas hecha trizas por un estribillo que cuida.

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La esperanza en el cambio pacífico y democrático es un mito que busca mantener el orden. “Ciudad Abierta” abrió el segundo clímax. La canción convirtió la sala en plaza: portones que se abren, arquitectura humana hecha de abrazos. El coro final fue un diseño colectivo: si nos sostenemos, la ciudad aparece. Quedó vibrando la idea más simple y ardua: el lugar se construye cantando juntos. La derecha que administra el neoliberalismo tiene sangre en las manos y amnesia en el cerebro. “Antígona 505” despidió sin despedirse: contra la amnesia organizada, insistencia. Luces arriba, gargantas gastadas, y esa certeza de que la memoria —y el ruido— siguen encendidos.

Fue un concierto con un mensaje claro y una intención definida, pero es importante no quedarnos en lo performativo y es importante esclarecer que las letras de la banda tienen un correlato en la realidad. Y para ejemplificarlo es que me tomaré una pequeña licencia. Soy nieto de un detenido desaparecido. Mi abuelo materno, Guillermo, por quien me pusieron mi segundo nombre, fue detenido en 1978, casi medio siglo. Hace menos de una semana desperté con el siguiente mensaje de mi madre que decía “Han pasado tantos años y esa herida sigue abierta. Me voy a morir con esta pena inmensa”. Por eso, cuando Eduardo canta “El día en que te llevaron / Y te hicieron desaparecer en el mar / Tragándose a una familia entera / El día en que se llevaron a una familia entera / ¿Y cómo se puede seguir viviendo? / ¿Con tanta rabia encima?” la verdad es que no sé cómo lo hacemos. Convicción, memoria, resistencia. Y si bien duele todos los días de la vida ver esa fractura en mis seres queridos, tengo yo, mi madre, mi familia entera, tú y cada uno de los que estuvo anoche en la sala el siguiente deber: Ningún nombre se nos olvida. Ningún rostro se nos olvida.

Setlist:
Fuego en las Islas Piteas
Uróboros
La viuda de Namir
Agamenón
Hombres que cazan lobos con las manos
Cultura de la servidumbre
El perro Volodia
Aguacero
El mejor jugador del fuego
La libertad absoluta y el terror
Cuerpo al aire
Rey de Creta
Cueca sola
La renuncia del hermeneuta
San Borja
Instintos e instituciones
Joan Desteje de noche
Ciudad abierta
Coéforos
Antígona 404

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