Artistas: Xatarra, Vinocio y Kamasi Washington.
30 de agosto 2025.

Por Carlos Barahona.
Fotografías por Marcelo González.

Desde los primeros fogones de la humanidad, las comunidades han buscado reunirse en torno a quienes guardan la memoria —los sabios de la tribu, griots, aedos, machis— y a la música como lengua común. En nacimientos y funerales, en cosechas y guerras, en los ciclos que ordenan la vida, el sonido ha sido una herramienta para decir lo indecible: para narrar hazañas y pérdidas, para enseñar, sanar, persuadir, recordar. La música, al condensar ritmo, palabra y gesto, se volvió un archivo vivo: un puente entre generaciones que transmite técnicas, creencias y afectos, y que a la vez permite improvisar sobre lo heredado. No es sólo adorno ni entretenimiento; es una práctica social de reconocimiento, un espacio donde la comunidad conversa consigo misma en un lenguaje que todos, incluso sin hablarlo, pueden comprender con el cuerpo.

Con esa herencia a cuestas, y que ha atravesado los océanos del tiempo – décadas, siglos y milenios-, la primera jornada del Tiny Fest se levantó contra el clima. A pesar de la lluvia y el frío sabatino, La Cúpula del Parque O’Higgins fue un oasis de calor humano y fraternidad, y —fiel a su espíritu boutique— una experiencia curada de principio a fin. Aquí “boutique” no significa exclusividad distante sino escala humana y atención al detalle: entre sets, el público circulaba por una feria de compra y venta de discos —vinilos buscados, ediciones artesanales, catálogos de sellos independientes— donde se hojeaba, se escuchaba, se conversaba. Al lado, espacios de comida con recetas cuidadas y porciones pensadas para la noche larga; puestos de ropa de autor y de merch que extendían la identidad del festival; y una barra de brebajes “mágicos” —infusiones, ginger beers, cervezas— que funcionaba como pequeño laboratorio de hospitalidad. Todo dispuesto sin estridencias, como islas de encuentro que no interrumpían la escucha sino que la acompañaban, reforzando la idea de Tiny Fest como ágora íntima: un ecosistema cultural donde la música convive con oficios, economías creativas y ritos de sociabilidad.

En ese marco, el recinto se volvió no sólo sala de conciertos, sino también mercado afectivo y lugar de cuidado, una comunidad temporal que abriga mientras se experimenta. Y en lo sonoro, este primer acto contaba con tres propuestas clarísimas: los nativos de Xatarra, los trasandinos de Vinocio y como cierre principal, el magnánimo Kamasi Washington.

La apertura estuvo a cargo de los locales Xatarra, que llevaron su propuesta de música experimental con instrumentos de cámara a una puesta en escena tan sobria como envolvente. Instalados en el centro del teatro, rodeados por el público, tocaron con las luces generales apagadas y un diseño lumínico incisivo que dibujaba el contorno de cada gesto. Ese dispositivo —casi ritual— les permitió convertir la sala en un único instrumento de resonancia: el sonido viajaba en círculos, invitando a escuchar con atención microscópica, a notar la respiración entre notas y la tensión de los silencios.

El set se articuló principalmente a partir de Cuadros, su último disco, que funcionó como columna vertebral para una serie de variaciones y derivas. Motivos mínimos aparecían, se erosionaban y regresaban bajo otra luz; figuras rítmicas se estiraban hasta rozar el trance; timbres de cuerda y maderas (en formato de cámara) se cruzaban con técnicas extendidas y dinámicas contenidas, logrando una textura hipnótica que nunca perdió el pulso. En diálogo con ese material, intercalaron piezas de Igor Stravinsky, maestro de la experimentación orquestal, subrayando acentos desplazados, quiebres súbitos y una polirritmia que, en versión de pequeño formato, mantuvo su filo y su nervio. No fue cita museística ni guiño para iniciados: fue apropiación creativa, puesta al servicio de un relato propio.

Luego, vino la electricidad rioplatense quedó a cargo de Vinocio. En su primera visita a Chile, los bonaerenses no sólo cumplieron: la rompieron con una autoridad que mezcló sofisticación y calle. Lo suyo fue una travesía por territorios vecinos —jazz, soul, R&B, hip hop— soldada por un pulso común que nunca aflojó. Desde el primer compás se notó una premisa clara: grooves elásticos, armonías luminosas y una química de banda que hace que cada arreglo respire. No hubo relleno ni fuegos de artificio gratuitos; hubo decisiones musicales con sentido, espacios para el riesgo y un control del clima que llevó al público de la contemplación al estallido y vuelta.

El andamiaje rítmico fue la primera señal de que algo especial ocurría. La batería, con ese micro-delay hiphopero que empuja desde atrás, conversó con un bajo de timbre cálido y líneas melódicas que dibujaban rutas propias sin perder el ancla. Sobre ese colchón, los teclados pintaron acordes amplios (esas tensiones neo-soul que abren ventanas), mientras la guitarra alternaba texturas limpias y riffs discretos, más rítmicos que protagonistas. Cuando entraban los vientos), la mezcla se abría como un abanico: fraseos cortos, respuestas juguetonas, un par de solos que arrancaron ovaciones. Todo con una dinámica impecable: subidas que no se apuran, bajadas que no se caen. “Horizonte” es una canción a destacar. Fineza total. Un rico descubrimiento con el que la gente melómana nos vamos de regreso a casa y a incluir en nuestro reproductor favorito.

El ingreso de Kamasi Washington tuvo esa impronta que ya es marca de agua: un liderazgo sereno, casi sacerdotal, que ordena el caos en oleadas y convoca a la comunión antes de la primera nota. No es sólo el tenor poderoso; es el modo en que respira con la banda, cómo abre espacios y confía en el colectivo. Y qué colectivo: en esta gira y en su etapa reciente, suele escoltarlo el núcleo del West Coast Get Down, con artistas como Brandon Coleman en los teclados, Ryan Porter en trombón, Miles Mosley en bajo, las baterías de Tony Austin (y a veces Ronald Bruner Jr.), Dontae Winslow en trompeta, la voz de Patrice Quinn y la presencia entrañable de Rickey Washington —padre de Kamasi— en flauta y saxos. Un ensamble que equilibra precisión y trance, y que en su último ciclo discográfico aparece, además, como columna vertebral de Fearless Movement.

Abrieron fuego con el clásico de “Street Fighter Mas”: groove denso, acentos cortantes y el coro a pleno del público con ese ya inevitable “oh ohhhh oh” que convierte la sala en estadio. El solo de trompeta fue de escuela: fraseo claro, notas largas bien sostenidas, ese brillo arriba del espectro que corta como navaja sin perder calidez (sí, Dontae Winslow suele llevar ese estandarte en el proyecto). Temazo que recuerda de dónde viene Kamasi y por qué su música conquista tanto al escuchador de jazz como al del funk expansivo.

De inmediato bajaron la luz y subieron la mística con “Lesanu”, tema de apertura de Fearless Movement. En el disco nace con un rezo en ge’ez —lengua litúrgica etíope— y aquí creció hacia una medianoche de teclas: Brandon Coleman firmó un solo virtuoso, jugueteando entre voicings amplios y ráfagas rítmicas, mientras la base respiraba en medio tiempo. Una pieza que pone la espiritualidad en el cuerpo, exactamente como Kamasi definió esta etapa: música para moverse, no sólo para pensar. Antes de tocarla, Washington contó que la melodía nació en juegos de piano con su hija Asha, tan pequeña que terminó con crédito de coautoría en el álbum. En vivo, la idea florece como declaración de principios: el lenguaje del amor como idioma universal. Aquí, el momento más tierno de la noche tuvo, además, un guiño generacional precioso: un solo de saxo tenor a cargo de su padre, Rickey Washington, amarrando la historia familiar con la trama del festival. En la versión de estudio participan figuras como Thundercat y los MCs de Coast Contra, pero en escena el protagonismo fue del clan y del coro de la sala. Puente perfecto hacia la épica: “Askim” —uno de los pilares de The Epic— volvió a levantar mareas de vientos. Trompeta y trombón rasgaron la atmósfera con líneas en contrapunto mientras el tenor de Kamasi dibujaba círculos concéntricos. Polirritmias, cortes milimétricos y ese pulso de marcha que, aun cuando frena, nunca se detiene.

“¿Les gusta el animé?”, preguntó Kamasi, y presentó “Vortex”, tema principal de Lazarus, la nueva serie de Shinichirō Watanabe (creador de Cowboy Bebop). La banda se volvió turbina: frases encadenadas, golpes de batería que pintaban la escena, vientos en modo sci-fi. Un guiño a la cultura pop que mostró el virtuosismo del líder sin caer en el exhibicionismo, ni en la pedantería, la que muchas veces contamina innecesariamente actos de virtuosismo, tal como el que vimos anoche. Cambio de aire para el tramo más físico del set. “KO” —parte de la suite Road to Self (KO) en el álbum— se desplegó como una coreografía paciente: motivos que entran y salen, breaks que dejan a la batería hablar sola un segundo, regreso del bajo con ghost notes que empujan el groove. De esos pasajes donde la banda crece por dentro y, cuando te das cuenta, toda la sala está cabeceando al mismo pulso.

Vuelta al repertorio de Heaven and Earth con “Vi Lua Vi Sol”: lirismo sin azúcar, melodía que cae y se eleva como marea, y un puente de vientos que suena a amanecer. La interpretación mantuvo la tensión justa entre nostalgia y avance, recordando que el proyecto de Kamasi conversa permanentemente con su propio pasado, destacando así, los mejores repasos vitales a su trayectoria.

Para el cierre, una gema que tiende puentes con el sur: “Prologue”, de Astor Piazzolla. En manos del ensamble, el tango se volvió motor percusivo y lienzo para trompeta incandescente y saxos a toda garganta: la sala estalló. Versión que Kamasi viene trabajando desde hace años y que hoy integra el final de Fearless Movement como homenaje explícito al maestro argentino —el propio Kamasi lo ha reconocido así—, la ecuación perfecta para dejarnos encendidos, a pesar de que en el exterior el invierno literalmente nos mordía. Al costado de los aplausos, quedó flotando otra certeza: Tiny Fest es una cofradía musical. No sólo un escenario y un line-up, sino una comunidad curada en escala humana —con su feria de vinilos, comida, ropa y brebajes – que ampara la escucha, propicia el encuentro y hace circular afectos y saberes. Un lugar donde tradición y riesgo se dan la mano y donde, por una noche, los desconocidos se reconocen como parte del mismo coro.

Setlist Kamasi Washington:
Street Fighter Mas
Lesanu
Asha the First
Askim
Vortex
KO
Vi lua vi sol
Prologue (Cover Astor Piazzolla)

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