7 de septiembre 2025.

Por Carlos Barahona.
Fotografías por Marcelo González.

La segunda jornada del Tiny Fest se vivió este domingo 7 de septiembre en el Teatro La Cúpula, confirmando que este espacio no es solo un punto de encuentro para la música, sino un terreno fértil donde distintas expresiones artísticas dialogan y se entrecruzan. Desde su concepción, el festival se ha sostenido en los conceptos de interdisciplina y transdisciplina: la primera, como un cruce en el que cada lenguaje mantiene su identidad mientras se enriquece con otros; la segunda, como una apuesta más radical, capaz de romper bordes y generar experiencias nuevas que ya no responden a una sola categoría. El festival se inscribe justamente en ese territorio, donde la música convive con la performance, la visualidad y la experimentación escénica, creando un relato que va más allá del concierto tradicional.

Y como suele decirse en septiembre, mes de la patria, no hay primera sin segunda. La expectativa estaba marcada por el recuerdo fresco de la jornada previa, que había dejado un alto estándar de emociones y propuestas. El cambio al horario de verano en esta parte del mundo jugó a favor de la asistencia: desde temprano, el público comenzó a poblar el pequeño reducto ubicado junto al Parque O’Higgins, dotando al lugar de un ambiente íntimo y acogedor desde el arranque de la programación. Esa temprana concurrencia fue también un signo del interés creciente por un festival que, más que una serie de presentaciones, se propone como un laboratorio vivo donde las artes se tocan, se tensionan y se reinventan.

La apertura estuvo a cargo de Valentina Maza, quien desplegó un trabajo que encarna de manera clara el espíritu interdisciplinario del festival. Su propuesta se mueve en la frontera entre lo clásico y lo contemporáneo, entre la ejecución instrumental y la experimentación tecnológica. Con el violín como punto de partida, Maza fue tejiendo capas sonoras gracias al uso de samplers y pedaleras, generando atmósferas envolventes que se expandían en tiempo real.

Pero la experiencia no se redujo al plano musical. La presencia en escena de una bailarina, que acompañó la performance con movimientos precisos y cargados de sensibilidad, le otorgó al conjunto un aire de intimidad y de hondura emocional. Ese cruce entre música y danza no funcionaba como un mero complemento, sino como un diálogo constante: cada gesto corporal parecía responder a los matices del violín procesado, mientras que las texturas sonoras abrían espacio para que el cuerpo encontrara nuevas formas de expresarse.

El resultado fue un inicio cargado de sutileza, donde el público fue invitado a entrar lentamente en un ambiente contemplativo, casi meditativo, que ponía en evidencia la capacidad del Tiny Fest para tender puentes entre disciplinas y generar experiencias artísticas que trascienden los formatos convencionales.

Luego vino una de las sorpresas más potentes de la velada: Antonio Monasterio Ensamble, oriundo de Valparaíso, que desplegó una propuesta sonora vibrante y cargada de virtuosismo. Su propuesta se enmarca en una fusión expansiva —jazz rock, con tintes de rock progresivo— que desde hace años ha consolidado su posición como referente en la escena creativa porteña.

Destacaron con piezas como “En la pupila revienta el mar” y “Feralis”, composiciones que dotaron al ambiente de una energía expansiva y casi narrativa. Sobre el escenario, cada músico contribuyó a ese impulso colectivo, en una alineación cargada de precisión y fuerza: Nicolás Reyes en la guitarra, Claudio Rubio en el saxo, Cristian Baltazar en la batería, Felipe Ovalle en el contrabajo, y el pianista Joaquín Fuentes Fuentes, junto al propio Antonio. Este quinteto irradiaba tanto cohesión como libertad expresiva.

El resultado fue un viaje sonoro donde la técnica se fundía con la emoción; la pulsación del contrabajo y la batería marcaban una base firme y dinámica, la guitarra y el saxo abrían cauces de melodía líquida y tensiones rítmicas, mientras el piano tejía texturas que parecían dialogar directamente con el oud o la guitarra traspuesta que Antonio suele emplear. En conjunto, estos elementos crearon una fuerza casi física, una potencia que electrificó al público y elevó la atmósfera hacia un estado casi febril de expectación. Quedamos literalmente con la bandeja servida para lo que vendría después: la esperada presentación del renombrado colectivo estadounidense Snarky Puppy.

Cuando faltaban pocos minutos para las 21:30, el Teatro vibró con la entrada triunfal de Snarky Puppy, una de esas apariciones que hacen temblar el aire del recinto por su sola presencia. Diez músicos en escena: una verdadera polifonía sonora en vivo que expandió cada rincón de aquel espacio íntimo hasta convertirlo en un universo de texturas, ritmo y emoción.

Desde el arranque con “While We’re Young”, se desató un viaje que fue desplegándose sin tregua, enlazando momentos de cadencia áspera (“Grown Folks”, “Xavi”) con pasajes luminosos y expansivos (“Waves Upon Waves”, “Only Here and Nowhere Else”, “Chimera”, “Take It!”, “Tío Macaco”, “Sleeper”). Cada tema fue una capa sobre la otra, como tramas superpuestas que se alimentaban de la tensión colectiva del público, que oscilaba entre el asombro y la entrega total.

Era imposible no sentir esa energía que se desprende de un ensamble que lleva años afinando su poder de electrificación sin perder la frescura; músicos que, como dice su filosofía, “no suenan como sonaron antes”. La compacta cohesión del grupo —esa sensación de unidad familiar y en constante mutación— se palpaba en cada frase, en cada cambio de ritmo y en cada solo que construía puentes hacia el siguiente clímax.

De un minuto a otro, vino el encore. Lo iluminaron con una nueva versión de “Gracias a la vida”, interpretada junto a Pascuala Ilabaca. Aquella reinterpretación, cargada de respeto y relectura contemporánea, levantó una ola de emoción colectiva que hizo resonar el teatro como una cámara de ecos íntimos. Se sintió casi como un gesto de comunión: una canción de raíz profundamente nuestra, proyectada desde la potencia mundial de Snarky Puppy, revitalizada por la voz de Pascuala.

Y entonces llegó el cierre con “What About Me?”: un salto hacia arriba en intensidad, un latido extendido que explotó en ritmos, melodías y grooves que dejaron al público en estado de trance colectivo. El resultado fue una sensación de golpe en el pecho y felicidad simultánea, como si hubiésemos sido parte de algo expansivo y transformador.

Ese reencuentro con Snarky Puppy, tras años de ausencia, no fue solo un concierto: fue el broche de oro a una ceremonia sonora de alto voltaje. Una demostración de cómo, con diez instrumentos y diez almas creativas, se puede hacer vibrar un teatro completo. Y ahora, con miras al lanzamiento del nuevo álbum Somni, que llegará en noviembre, queda claro que este regreso no fue un final: fue la antesala de nuevos universos por explorar. Lo del Tiny Fest confirma que, a veces, la regla se rompe y las excepciones se pueden hacer tradición: ¡qué segunda parte más buena!

Setlist Snarky Puppy:
While We’re Young
Grown Folks
Xavi
Waves Upon Waves
Only Here and Nowhere Else
Chimera
Take It!
Tío Macaco
Sleeper
Encore:
Gracias a la vida (junto a Pascuala Ilabaca)
What About Me?

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