Artista invitado: José Alfredo Fuentes.
23 de octubre 2025.
Por Carlos Barahona.
Fotografías por Javier Martínez.
Hay un derecho silencioso que pocas veces se reconoce: el derecho a la nostalgia. Esa forma de resistencia emocional que tienen las generaciones mayores para volver, aunque sea por un par de horas, a los tiempos donde el amor era una promesa y no una transacción, donde la música se escuchaba con el alma y no con algoritmos. En una época dominada por la inmediatez, por la fugacidad y la desmemoria, el concierto de Salvatore Adamo en el Teatro Caupolicán fue una vindicación del recuerdo como patrimonio afectivo. Un espacio donde miles de personas mayores —acompañadas de hijos y nietos— pudieron rememorar su juventud, cuando soñar con un mundo más justo y amoroso parecía no solo posible, sino inevitable.
El aire del teatro olía a flores y perfume antiguo. En cada mirada había un brillo, una chispa de ese tiempo en que los lentos eran coreografías del alma. Las parejas que alguna vez se enamoraron con “Cae la nieve” o “Mis manos en tu cintura” se reencontraban con su propia historia. Era, en esencia, una noche de memoria colectiva, donde las canciones funcionaron como puentes hacia un pasado que no se ha ido del todo.
El encargado de abrir la velada fue José Alfredo Fuentes, el eterno “Pollo”, figura insigne de la Nueva Ola chilena. Con un carisma intacto y un humor encantador, desplegó una batería de éxitos que fueron coreados con entusiasmo: “Te perdí”, “Dirladada”, “Me enamoré de una quinceañera” y “Ahora te puedes marchar” se mezclaron entre bromas sobre la vejez, los achaques y las nuevas formas del amor en la tercera edad. Con su particular picardía, Fuentes logró crear un clima de camaradería intergeneracional. “Antes me tiraban calchunchos, ahora me tiran bastones y muletas”, lanzó entre risas, provocando carcajadas y aplausos. Su presencia, más allá de la nostalgia, fue un reconocimiento vivo de la música popular chilena como compañera de vida, una que aún vibra y emociona. El Pollo cumplirá el año 2026 sesenta años de carrera artística, un dato no menor.
Luego vino el turno del protagonista. Salvatore Adamo apareció con paso pausado pero firme, con la elegancia discreta de quien no necesita demostrar nada. Vestido en un traje gris, saludó con una mezcla de español, francés e italiano: “Buenas noches, mis queridos amigos chilenos… qué alegría volver a verlos”. La ovación fue ensordecedora. Desde el primer acorde de “Es mi vida”, quedó claro que el público no había venido a presenciar un concierto, sino a reencontrarse con su propia historia. La canción, una especie de manifiesto vital, marcó el tono de la noche: un repaso profundo por una vida entera dedicada a cantar el amor, la pérdida, el deseo y la ternura.
Le siguieron “Te tengo y te guardo” y “Como siempre”, interpretadas con una calidez que envolvía al teatro en una atmósfera de gratitud. Adamo alternaba entre idiomas, entre susurros y sonrisas, construyendo un puente emocional con su público. En “Tu nombre”, las voces del público se alzaron como una sola, evocando ese amor que persiste incluso cuando ya no está. “Era una linda flor”, con su aire melancólico, provocó lágrimas discretas entre los asistentes que tarareaban sin soltarse de las manos.
Con “El amor se te parece / Nuestra novela”, Adamo transformó el escenario en un confesionario, donde el amor era una historia escrita entre miradas y silencios. En “Quiero”, la simpleza se hizo poesía: el deseo como ternura, el querer como un acto puro. El público, ya rendido, estalló en aplausos cuando sonaron los primeros acordes de “Un mechón de su cabello”. El maestro siguió dando cátedra de vigencia con “Ella”, con su aire de chanson cinematográfica, y “Muy juntos”, donde el romanticismo de los años sesenta revivió con una fuerza insospechada. En “No te vayas mi amor”, el teatro entero se balanceaba en un vaivén melódico, mientras las luces cálidas imitaban el tono de una puesta de sol.
“Mis manos en tu cintura” fue otro de los momentos cumbre: delicada, íntima, y cantada como si el tiempo se detuviera. Luego, “Arroyo de mi infancia” llevó la emoción hacia lo autobiográfico, un viaje a sus raíces, a la infancia en Bélgica, a los paisajes donde el niño que soñaba con ser poeta comenzó a construir su destino. “Yo te ofrezco”, por su parte, fue un canto a la humildad del amor, una promesa sencilla y eterna. Uno de los pasajes más encantadores fue la secuencia “Mañana en la luna / La historia del clavo / El neón / Pequeña felicidad”. Allí Adamo jugó con la teatralidad, alternando humor y nostalgia, evocando personajes y escenas cotidianas con esa mezcla de ternura y melancolía que lo caracteriza. El público respondió con risas, palmas y un aplauso prolongado que obligó al cantante a llevarse la mano al corazón, visiblemente emocionado.
Con “Porque yo quiero” y “En bandolera”, el espectáculo adquirió un aire de celebración, de agradecimiento por seguir cantando a pesar del paso de los años. Luego vino uno de los momentos más esperados: “Inch’ Allah”. En silencio reverente, el público escuchó ese himno por la paz, esa plegaria por la humanidad, tan vigente hoy como cuando fue escrita. Al finalizar, el teatro estalló en una ovación de pie. El concierto fue una oda al idioma del alma. Adamo alternó francés, español e italiano con naturalidad poética. “Cae la nieve”, interpretada con la voz quebrada y los ojos húmedos, fue un instante suspendido en el tiempo. Le siguieron “En mi canasta”, “Ma tête” y “Dolce Paola”, en las que el romanticismo europeo más clásico cobró vida frente a un público que respondía con aplausos sostenidos y regalos que volaban al escenario: cartas, flores, pañuelos, retratos antiguos.
El repertorio francés también se hizo presentecon “J’avais oublié que les roses sont roses”, “Lola et Bruno (L’amour n’a jamais tort)” y “Tombe la neige”, todas interpretadas con esa voz que parece narrar sueños. “Ô monde” y “Un rêve” cerraron la sección con una nota de esperanza, de belleza, de reconciliación con el tiempo. Y cuando el telón parecía bajar, el público exigió más. Entonces, Adamo sonrió, tomó el micrófono y nos lanzó “La noche” – aquella mítica canción que es reversionada por múltiples artistas, incluso nuestra piedra angular: Jorge González -, y finalmente, en un estallido de alegría, “Mi gran noche”. Todos de pie, cantando, bailando, riendo. El Caupolicán entero convertido en una postal viva de lo que significa vivir a través de la música.
El maestro Salvatore Adamo se despidió con humildad, recibiendo flores, saludos y una ovación interminable. Agradeció al público chileno por “seguir creyendo en el amor, incluso cuando el mundo insiste en olvidarlo”. En sus ojos había emoción, en el público, gratitud. Esta noche no fue solo un concierto, sino un acto de memoria emocional. Una prueba de que el amor, la ternura y la canción siguen siendo refugios frente al ruido del tiempo. En el Teatro Caupolicán, los sueños de una generación volvieron a cantar.
Setlist:
Es mi vida
Te tengo y te guardo
Como siempre
Tu nombre
Era una linda flor
El amor se te parece / Nuestra novela
Quiero
Un mechón de su cabello
Ella
Muy juntos
No te vayas mi amor
Mis manos en tu cintura
Arroyo de mi infancia
Yo te ofrezco
Mañana en la luna / La historia del clavo / El neón / Pequeña felicidad
Porque yo quiero
En bandolera
Inch’ Allah
Cae la nieve
En mi canasta
Ma tête
Dolce Paola
J’avais oublié que les roses sont roses
Lola et Bruno (L’amour n’a jamais tort)
Tombe la neige
Ô monde
Un rêve
La noche
Mi gran noche
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