Por Francisca Neira.
En tiempos en que muchos músicos prefieren el silencio ante un panorama político convulso y en que también parte de la audiencia reclama ante cualquier intento de politización de espacios públicos, como las redes sociales, recordar y enaltecer la figura de artistas, especialmente músicos, que han roto los esquemas y abierto caminos para los que siguen parece un imperativo. Richard Wayne Penniman, más conocido como Little Richard, es una de esas figuras que marcaron de tal manera la historia del rock que nada volvió a ser igual después de su existencia y eso, precisamente, es lo que se destaca en el documental “Little Richard: I Am Everything”, de la directora Lisa Cortés, que se exhibió durante la semana como parte de la cartelera ofrecida por el festival In-Edit 2025.
La película, como es de esperar, muestra cómo el “Arquitecto del rock and roll” dio forma inicial a este género a través de la fusión de distintos estilos que escuchó desde su niñez en la sureña Georgia, pero rápidamente da un giro hacia lo que parece ser realmente importante: esa creación, esa amalgama de sonidos no era más que un reflejo del proceso interno del músico en la búsqueda (o definición) de su propia identidad (contradictoria a ratos) marcada por la raza y la orientación sexual.

Desde la no aceptación total de la “música negra” por parte de la industria, que “blanqueó” muchas de las canciones emblemáticas de la época, privando incluso de las ganancias a sus autores; hasta el aprovechamiento de la laxitud moral de la bohemia que vio nacer a la Princesa LaVonne, el personaje que le abrió los primeros escenarios y que marcó la actitud que predominaría de ahí en adelante en su carrera, la vida de Little Richard estuvo marcada por un permanente enfrentamiento a lo que se enaltecía como lo establecido o, peor aún, lo “normal”. Vemos en la pantalla cómo ese ser “el otro” se convierte en el día a día de un artista que no podía encontrarse a sí mismo y que en varios momentos de su vida fue considerado errático e inconsecuente, que sobre el escenario llamaba a la libertad y arder en la esencia personal, pero que, fuera de él condenó a la homosexualidad y llegó a quemar sus propios discos.
Pese a todo, esa lucha interna con la que cargo cada día de su vida y por la que muchos se sintieron traicionados, era precisamente lo que alimentaba una máquina rupturista de creaciones e inspiración que no hasta el día de hoy no ha desaparecido. Pareciera que Cortés busca, en este trabajo, reivindicar a una figura a veces vilipendiada y, ciertamente, abandonada por el mainstream; pero que forjó sin dudas el carácter propio del rock and roll, algo que, en estos días, muchos parecen haber olvidado: que más allá de cómo suene la música, el rock es una actitud, una forma de ser que no complace, que se equivoca y que inevitablemente abarca todas las aristas del ser humano. Incluso la política, porque sabemos que, hoy más que nunca, lo personal también es político.

