Por Francisca Neira.
La riña entre lo antiguo y lo moderno, la tradición y la innovación ha copado los discursos de intelectuales y neófitos de todos los ámbitos y en todas las culturas desde siempre, si es que algo como esa medida de tiempo existe. Y cuando se trata de música esa discusión parece estar a flor de piel en cada intercambio de opiniones. Pero algunas veces, algunas raras veces, pasa que sale a la luz un alguien o un algo que pone en jaque a las distintas posiciones. Yerai Cortés, uno de los guitarristas flamencos del momento, es uno de esos casos. O al menos así lo expone C. Tangana (que en esta pasada usa su nombre real, Antón Álvarez) en el documental “La Guitarra Flamenca de Yerai Cortés”, su ópera prima como director que se exhibió un par de veces en los últimos días en el marco de la realización de la vigésimo primera versión del Festival Internacional de Cine y Documental Musical, In-Edit Chile.
En 95 minutos entretenidos, agradables a la vista, con imágenes intencionadas, cargadas de significado y emociones, conocemos a Yerai y su entorno más cercano. De sus voces vamos infiriendo y luego comprobando una historia triste en la que se cruzan engaños, coincidencias, malas decisiones, cariños no reconocidos y muchos, muchos fracasos. Ese ambiente que se esparce y se mueve entre Alicante y Madrid es el que funciona como caldo de cultivo para el nacimiento (más metafórico que real en este texto) del guitarrista, del compositor que extrañamente es respetado tanto por los gitanos como por los “modernos”, algo que en sí mismo ya es un gran logro.

La narración de Álvarez y las cuñas que la acompañan lo dicen, se sorprenden ambas veredas cuando lo oyen, le reconocen una identidad que amalgama ambas versiones y el mismo Yerai habla de sus dos vidas, en vez de un antes y un después. Y entonces se empieza a cruzar esa premisa con la que guía la principal narrativa de la película: no solo el disco de Cortés sino todo su trabajo gira en torno a un homenaje póstumo a su tía que luego sería su hermana y luego, en una rara especie de encarnación mítica, su pareja. Ahí es donde nos enteramos de la historia familiar, rota por todos lados, que empujan la creación de cada canción que compone el disco que lleva el mismo nombre que el documental.
Pero, a pesar de la importancia que adquiere todo aquello y de lo explícito que resulta, pareciera que el verdadero relato es el que dice que para que la música sea honesta y convincente, debe haberse fraguado en un sentir profundo, de hecho, las voces de Remedios y Tania, dos generaciones, dos geografías y dos presencias completamente distintas parecen recordar(nos) que en la creación y en la vida, hay que darse la vuelta larga para llegar a destino. Nunca sería la música por la música, porque no sería un fin sino un camino, la ruta al entendimiento, al reencuentro a la verdad y a la redención. Y entonces, solo en ese momento tan único y complejo podría nacer algo tan especial que convenciera a todos de todo y que, por un momento, lograra una tregua en esa ardua discusión entre lo viejo y lo nuevo, porque perdería el sentido.
Yerai Cortés y Antón Álvarez entienden esa idea y le sacan punta: tanto en el disco como en la película ambos se acompañan y se hacen acompañar de gente joven, como ellos; y también de experimentados del canto, la guitarra y el baile flamenco. Conocen los lenguajes del arte tanto como los de las comunicaciones actuales. Y, por sobre todo, sienten.

